De 'pijas' y pelucas (III)



Lo que aún no me explico muy bien es cómo, en esa misma época en que me arrebataba la pasión por Manolo, también me sentí morir de amor por Luis, el pijo; César, el clandestino de las juventudes del PCE; Alejandro, el progre; Toño, el proletario…

Así que en algún momento Manolo fue sustituido por Luis, aquel ex vecino de barrio, venido a más, que sin embargo reencontré en mi instituto cuando sus malas notas le trajeron de vuelta a su pasado barriobajero.

Luis era, cómo no, moreno y misterioso, un punto escéptico y un tanto cínico, al estilo de un aristócrata inglés, todo smoking y scotch… Un Retorno a Brideshead pasado por Ventanielles, aunque le faltaran por lo menos 15 cms. para parecerse siquiera a Jeremy Irons. (De hecho, durante años pensé que el porridge y las gachas tenían un mayor poder nutritivo que el aceite de ricino o la Quina Santa Catalina). Luis, además, fumaba Marlboro, un rubio americano tan decadente como yo, fumadora de Ducados en aquel curso 76-77 en el que la Semana Santa nos regaló un PCE legal, pudiera haber deseado.


Luis se sumó a la lista que inició mi marinero ruso y claro, no tardó en romperme el corazón, sobre todo, cuando descubrió que en realidad estaba colado por una rubia pija que se llamaba Mariló. Yo tenía entonces 14 años y estaba a punto de darme a la política (a la bebida llegaría con el siguiente desengaño) y de descubrir que el PP (aún AP) había implantado la moda tocinista: pañuelos de Hermés y vetas rubias, la señal de fábrica con la que la clase bien marcaba a sus hijas para distinguirlas de la plebeya masa, entre la que imperaban los jerseys de cuello alto y los rizos de un rústico castaño.


Afiliada al PCE sin que nadie me advirtiera que el momento elegido podía perjudicar seriamente mi salud (faltaban varios meses aún para que nos sacaran de la clandestinidad), descubrí que con César cualquier revolución era más divertida. Y que, cual pueblo unido que nunca sería vencido, entre dos eran más llevaderas las sesiones de teoría marxista-leninista. Sin olvidar que una cita romántica ayudaba mejor a ocultar aquellas reuniones clandestinas y a fastidiar las escuchas telefónicas de la secreta. En aquella época no todos los teléfonos debían estar intervenidos, pero el mío, era seguro que sí.

Pese a tanto ardor revolucionario, César desapareció de mi vida cuando soltó la pancarta que reclamaba la libertad de Carrillo y su peluca y salió corriendo, dejándome a merced del batallón de grises que cercaba ya la primera manifestación ilegal en la que tomé parte. No tardé demasiado en darme cuenta de que resultaba más utópico pasarme a la acracia y limitarme a desear a todos los parias de la tierra que les fuera bonito, pero oigan, sin mí, ¿eh?




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Foto: Santiago Carrillo con Lagunero (y la famosa peluca) en febrero de 1976, tras regresar a España.





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