Lo peor de las presentaciones de un libro (hablo
como una entendida, no os riáis de mí, pero es mi último descubrimiento) son
todas esa miradas sobre uno, esperando oír algo inteligente mientras tú sólo
puedes pensar que no se te ocurre nada ingenioso ni original que decir. Porque después de
la primera presentación, te repites como la morcilla. ¿Cómo se le ocurrió el tema? ¿Qué
buscaba al escribirlo? ¿Cuál es su mensaje? Y a mí sólo me apetece responder:
no hay mensaje, no hay objetivo, escribo sin brújula y yo misma me sorprendo
cuando llego a algún lugar y no me pierdo en un desvío.
No tengo liturgias narrativas ni profundidades
metaliterarias, me avergüenza confesarlo cuando leo las estructuras metafísicas
sobre las que otros construyen sus obras.
Cierto es, que a veces, una vez terminado el cuento o la novela, descubro
un combustible inesperado, que ni siquiera sabía que me impulsaba, y tengo
que admitir que, más que un gozo o una necesidad, escribir es una terapia.
Si practicarle la vivisección al libro (y a mí
misma) es lo peor, lo mejor es descubrir lectores deseosos de catarte,
generosos con su tiempo y exigentes en sus críticas. Y que estén dispuestos a dedicarme unas horas
de sus vidas me asombra y me abruma con igual intensidad. Por ellos sí merece la pena seccionarte alguna arteria, incluso, sin anestesia.
En
la imagen, Victoria R. Gil con Chelo Veiga, una lectora más que generosa.